Yo no sé si esto es una historia
que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que
en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno
de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo
he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá
entretenerles un rato.
I
Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor
de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni
apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga
de un trovador.
Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de
su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban
a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en
afilar el hierro de su lanza contra una piedra.
-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su
madre.
-No sabemos -respondían sus servidores:-
acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una
tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de
los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río
por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido
en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar
los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas.
En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces
hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba
un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios
y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en
que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil
colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos,
o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se
pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica,
inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y
sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides
u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono
rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las
peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres
sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las
mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios
rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera
mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las
estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas.
En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: -Si es verdad, como
el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean
mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan
gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas,
y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?...
¿Cómo será su amor?...
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos,
pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se
empieza.
II
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las
murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento
de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen
del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado
sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos
torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de
hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas
galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con
un gemido, agitando las altas hierbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años
las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba
todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles;
las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre
sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban
en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse,
el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas
blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles
tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores
apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso
y transparente.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar
el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que
se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas
en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.
La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente,
estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que
conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un
grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que
flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer,
de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en
el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba
en los jardines.
-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡A estas horas! Esa, esa es
la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido
como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a
la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos,
creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad
o una forma blanca que se movía.
-¡Es ella, es ella, que lleva alas
en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando
con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en
otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta
una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! -¡Ah!,
por aquí, por aquí va -exclamó entonces.- Oigo sus pisadas sobre las hojas secas,
y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y
corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando
sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado...
El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz
baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha
hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera...
Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando
oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se
movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies;
luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos
era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose
en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!
Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar,
ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera
frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen
del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San
Saturio. -Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas
a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda
de su daga.
Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran
parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa
y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero
al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una
barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer
sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños,
la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la
agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía
embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió
como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra
orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada,
ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban
en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta
la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.
IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el
postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa
que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la
población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus
calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas.
Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el
lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho
de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en
las subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le
parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina
de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus
espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas,
corriendo al azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo,
y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría.
En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio,
se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras
colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón
de la casa de enfrente.
-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar
un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. Ella entró por el postigo
de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en
este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela...
¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo
a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas
imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda
la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón,
y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente
sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció
en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando
al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.
Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo
fue obra de un instante.
-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido
a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. -Ésta fue la salutación
que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual,
después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos,
le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:
En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor
de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra
en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.
-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana;
o su esposa, o lo que sea?
-No tiene ninguna mujer consigo.
-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda
la noche he visto arder una luz?
-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene
encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que
el que le causaron estas palabras.
V
-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro
de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he
de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír,
un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo.
Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una
tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro
de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles
palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo,
acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón,
y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de
una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas
y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada
con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir
de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del
arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi
desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla
excederá seguramente al trabajo de buscarla.
¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo
de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan
melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente;
y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que
los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño,
no; eran negros.
¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera
suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta
y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados
rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de
granito!
¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en
las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias
de una música.
Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente,
que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio,
que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no
se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré,
como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de
mi alma?
Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto...
¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como
todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el
silencio de la noche?
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos
desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había
formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos
meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida,
cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones,
cuando después de atrevesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los
Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus
jardines.
VI
La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo
más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas
de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de
las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto.
Salió de él encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero,
y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de
júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del
traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso
agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va
creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al
fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos,
pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la
verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea
gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la
de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los
consuelos de sus servidores.
-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en
la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda
hacerte feliz?
-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.
-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os
vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón
de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.
-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.
-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo,
el trovador provenzal?
-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial;- no quiero
nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres...
glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos,
¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el
contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.
Mi abuelo se lo narró a mi padre;
mi padre me lo ha referido a mí,
y yo te lo cuento ahora,
siquiera no sea más que por pasar el rato.
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas
orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver,
término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás
de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito,
las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante
sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su
vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan
aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre
el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente
del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol,
y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto
y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas
plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja
y corpulenta encina le sirve de dosel.
Yo había adelantado algunos minutos a mis compañeros de viaje, y deteniendo
mi escuálida cabalgadura, contemplaba en silencio aquella cruz, muda y sencilla
expresión de las creencias y la piedad de otros siglos.
Un mundo de ideas se agolpó a mi imaginación en aquel instante. Ideas ligerísimas,
sin forma determinada, que unían entre sí, como un invisible hilo de luz, la
profunda soledad de aquellos lugares, el alto silencio de la naciente noche
y la vaga melancolía de mi espíritu.
Impulsado de un pensamiento religioso, espontáneo e indefinible, eché maquinalmente
pie a tierra, me descubrí, y comencé a buscar en el fondo de mi memoria una
de aquellas oraciones que me enseñaron cuando niño; una de aquellas oraciones,
que cuando más tarde se escapan involuntarias de nuestros labios, parece que
aligeran el pecho oprimido, y semejantes a las lágrimas, alivian el dolor, que
también toma estas formas para evaporarse.
Ya había comenzado a murmurarla, cuando de improviso sentí que me sacudían con
violencia por los hombros.
Volví la cara: un hombre estaba al lado mío.
Era uno de nuestros guías natural del país, el cual, con una indescriptible
expresión de terror pintada en el rostro, pugnaba por arrastrarme consigo y
cubrir mi cabeza con el fieltro que aún tenía en mis manos.
Mi primera mirada, mitad de asombro, mitad de cólera, equivalía a una interrogación
enérgica, aunque muda.
El pobre hombre sin cejar en su empeño
Yo permanecí un rato mirándole en silencio. Francamente, creí que estaba loco;
pero él prosiguió con igual vehemencia:
-Usted busca la frontera; pues bien, si delante de esa cruz le pide usted al
cielo que le preste ayuda, las cumbres de los montes vecinos se levantarán en
una sola noche hasta las estrellas invisibles, sólo porque no encontremos la
raya en toda nuestra vida.
Yo no puedo menos de sonreírme.
-¿Se burla usted?... ¿Cree acaso que esa es una cruz santa como la del porche
de nuestra iglesia?...
-¿Quién lo duda?
-Pues se engaña usted de medio a medio; porque esa cruz, salvo lo que tiene
de Dios, está maldita... esa cruz pertenece a un espíritu maligno, y por eso
le llaman La cruz del diablo.
-¡La cruz del diablo! -repetí cediendo a sus instancias, sin darme cuenta a
mí mismo del involuntario temor que comenzó a apoderarse de mi espíritu, y que
me rechazaba como una fuerza desconocida de aquel lugar;- ¡la cruz del diablo!
¡Nunca ha herido mi imaginación una amalgama más disparatada de dos ideas tan
absolutamente enemigas!... ¡Una cruz... y del diablo!!! ¡Vaya, vaya! Fuerza
será que en llegando a la población me expliques este monstruoso absurdo.
Durante este corto diálogo, nuestros camaradas, que habían picado sus cabalgaduras,
se nos reunieron al pie de la cruz; yo les expliqué en breves palabras lo que
acababa de suceder; monté nuevamente en mi rocín, y las campanas de la parroquia
llamaban lentamente a la oración, cuando nos apeamos en el más escondido y lóbrego
de los paradores de Bellver.
II
Las llamas rojas y azules se enroscaban chisporroteando a lo largo del grueso
tronco de encina que ardía en el ancho hogar; nuestras sombras, que se proyectaban
temblando sobre los ennegrecidos muros, se empequeñecían o tomaban formas gigantescas,
según la hoguera despedía resplandores más o menos brillantes; el vaso de saúco,
ora vacío, ora lleno, y no de agua, como cangilón de noria, había dado tres
veces la vuelta en derredor del círculo que formábamos junto al fuego, y todos
esperaban con impaciencia la historia de La cruz del diablo, que a guisa
de postres de la frugal cena que acabábamos de consumir se nos había prometido,
cuando nuestro guía tosió por dos veces, se echó al coleto un último trago de
vino, limpiose con el revés de la mano la boca, y comenzó de este modo:
Hace mucho tiempo, mucho tiempo, yo no sé cuánto, pero los moros ocupaban aún
la mayor parte de España, se llamaban condes nuestros reyes, y las villas y
aldeas pertenecían en feudo a ciertos señores, que a su vez prestaban homenaje
a otros más poderosos, cuando acaeció lo que voy a referir a ustedes.
Concluida esta breve introducción histórica, el héroe de la fiesta guardó silencio
durante algunos segundos como para coordinar sus recuerdos, y prosiguió así:
-Pues es el caso que, en aquel tiempo remoto, esta villa y algunas otras formaban
parte del patrimonio de un noble barón, cuyo castillo señorial se levantó por
muchos siglos sobre la cresta de un peñasco que baña el Segre, del cual toma
su nombre.
Aún testifican la verdad de mi relación algunas informes ruinas que, cubiertas
de jaramago y musgo, se alcanzan a ver sobre su cumbre desde el camino que conduce
a este pueblo.
No sé si por ventura o desgracia quiso la suerte que este señor, a quien por
su crueldad detestaban sus vasallos, y por sus malas cualidades ni el rey admitía
en su corte, ni sus vecinos en el hogar, se aburriese de vivir solo con su mal
humor y sus ballesteros en lo alto de la roca en que sus antepasados colgaron
su nido de piedra.
Devanábase noche y día los sesos en busca de alguna distracción propia de su
carácter, lo cual era bastante difícil después de haberse cansado, como ya lo
estaba, de mover guerra a sus vecinos, apalear a sus servidores y ahorcar a
sus súbditos.
En esta ocasión cuentan las crónicas que se le ocurrió, aunque sin ejemplar,
una idea feliz.
Sabiendo que los cristianos de otras poderosas naciones se aprestaban a partir
juntos en una formidable armada a un país maravilloso para conquistar el sepulcro
de Nuestro Señor Jesucristo, que los moros tenían en su poder, se determinó
a marchar en su seguimiento.
Si realizó esta idea con objeto de purgar sus culpas, que no eran pocas, derramando
su sangre en tan justa empresa, o con el de trasplantarse a un punto donde sus
malas mañas no se conociesen, se ignora; pero la verdad del caso es que, con
gran contentamiento de grandes y chicos, de vasallos y de iguales, allegó cuanto
dinero pudo, redimió a sus pueblos del señorío, mediante una gruesa cantidad,
y no conservando de propiedad suya más que el peñón del Segre y las cuatro torres
del castillo, herencia de sus padres, desapareció de la noche a la mañana.
La comarca entera respiró en libertad durante algún tiempo, como si despertara
de una pesadilla.
Ya no colgaban de sus sotos, en
vez de frutas, racimos de hombres; las muchachas del pueblo no temían al salir
con su cántaro en la cabeza a tomar agua de la fuente del camino, ni los pastores
llevaban sus rebaños al Segre por sendas impracticables y ocultas, temblando
encontrar a cada revuelta de la trocha a los ballesteros de su muy amado señor.
Así transcurrió el espacio de tres años; la historia del mal caballero, que
sólo por este nombre se le conocía, comenzaba a pertenecer al exclusivo dominio
de las viejas, que en las eternas veladas del invierno las relataban con voz
hueca y temerosa a los asombrados chicos; las madres asustaban a los pequeñuelos
incorregibles o llorones diciéndoles: ¡que viene el señor del Segre!, cuando
he aquí que no sé si un día o una noche, si caído del cielo o abortado de los
profundos, el temido señor apareció efectivamente, y como suele decirse, en
carne y hueso, en mitad de sus antiguos vasallos.
Renuncio a describir el efecto de esta agradable sorpresa. Ustedes se lo podrán
figurar mejor que yo pintarlo, sólo con decirles que tornaba reclamando sus
vendidos derechos, que si malo se fue, peor volvió; y si pobre y sin crédito
se encontraba antes de partir a la guerra; ya no podía contar con más recursos
que su despreocupación, su lanza y una media docena de aventureros tan desalmados
y perdidos como su jefe.
Como era natural, los pueblos se resistieron a pagar tributos que a tanta costa
habían redimido; pero el señor puso fuego a sus heredades, a sus alquerías y
a sus mieses.
Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes
de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los
farautes de una encina.
Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron
de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas:
pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó
a su roca y se preparó a la lucha.
Ésta comenzó terrible y sangrienta. Se peleaba con todas armas, en todos sitios
y a todas horas, con la espada y el fuego, en la montaña y en la llanura, en
el día y durante la noche.
Aquello no era pelear para vivir; era vivir para pelear.
Al cabo triunfó la causa de la justicia. Oigan ustedes cómo.
Una noche oscura, muy oscura, en que no se oía ni un rumor en la tierra ni brillaba
un solo astro en el cielo, los señores de la fortaleza, engreídos por una reciente
victoria, se repartían el botín, y ebrios con el vapor de los licores, en mitad
de la loca y estruendosa orgía, entonaban sacrílegos cantares en loor de su
infernal patrono.
Como dejo dicho, nada se oía en derredor del castillo, excepto el eco de las
blasfemias, que palpitaban perdidas en el sombrío seno de la noche, como palpitan
las almas de los condenados envueltas en los pliegues del huracán de los infiernos.
Ya los descuidados centinelas habían fijado algunas veces sus ojos en la villa
que reposaba silenciosa, y se habían dormido sin temor a una sorpresa, apoyados
en el grueso tronco de sus lanzas, cuando he aquí que algunos aldeanos, resueltos
a morir y protegidos por la sombra, comenzaron a escalar el cubierto peñón del
Segre, a cuya cima tocaron a punto de la media noche.
Una vez en la cima, lo que faltaba por hacer fue obra de poco tiempo: los centinelas
salvaron de un solo salto el valladar que separa el sueño de la muerte; el fuego,
aplicado con teas de resina al puente y al rastrillo, se comunicó con la rapidez
del relámpago a los muros; y los escaladores, favorecidos por la confusión y
abriéndose paso entre las llamas, dieron fin con los habitantes de aquella guarida
en un abrir y cerrar de ojos.
Todos perecieron.
Cuando el cercano día comenzó a blanquear las altas copas de los enebros, humeaban
aún los calcinados escombros de las desplomadas torres; y a través de sus anchas
brechas, chispeando al herirla la luz y colgada de uno de los negros pilares
de la sala del festín, era fácil divisar la armadura del temido jefe, cuyo cadáver,
cubierto de sangre y polvo, yacía entre los desgarrados tapices y las calientes
cenizas, confundido con los de sus oscuros compañeros.
El tiempo pasó; comenzaron los zarzales a rastrear por los desiertos patios,
la hiedra a enredarse en los oscuros machones, y las campanillas azules a mecerse
colgadas de las mismas almenas. Los desiguales soplos de la brisa, el graznido
de las aves nocturnas y el rumor de los reptiles, que se deslizaban entre las
altas hierbas, turbaban sólo de vez en cuando el silencio de muerte de aquel
lugar maldecido; los insepultos huesos de sus antiguos moradores blanqueaban
el rayo de la luna, y aún podía verse el haz de armas del señor del Segre, colgado
del negro pilar de la sala del festín.
Nadie osaba tocarle; pero corrían mil fábulas acerca de aquel objeto, causa
incesante de hablillas y terrores para los que le miraban llamear durante el
día, herido por la luz del sol, o creían percibir en las altas horas de la noche
el metálico son de sus piezas, que chocaban entre sí cuando las movía el viento,
con un gemido prolongado y triste.
A pesar de todos los cuentos que a propósito de la armadura se fraguaron, y
que en voz baja se repetían unos a otros los habitantes de los alrededores,
no pasaban de cuentos, y el único más positivo que de ellos resultó, se redujo
entonces a una dosis de miedo más que regular, que cada uno de por sí se esforzaba
en disimular lo posible, haciendo, como decirse suele, de tripas corazón.
Si de aquí no hubiera pasado la cosa, nada se habría perdido. Pero el diablo,
que a lo que parece no se encontraba satisfecho de su obra, sin duda con el
permiso de Dios y a fin de hacer purgar a la comarca algunas culpas, volvió
a tomar cartas en el asunto.
Desde este momento las fábulas,
que hasta aquella época no pasaron de un rumor vago y sin viso alguno de verosimilitud,
comenzaron a tomar consistencia y a hacerse de día en día más probables.
En efecto, hacía algunas noches que todo el pueblo había podido observar un
extraño fenómeno.
Entre las sombras, a lo lejos, ya subiendo las retorcidas cuestas del peñón
del Segre, ya vagando entre las ruinas del castillo, ya cerniéndose al parecer
en los aires, se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para
alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya
procedencia nadie sabía explicar.
Esto se repitió por tres o cuatro noches durante el intervalo de un mes, y los
confusos aldeanos esperaban inquietos el resultado de aquellos conciliábulos,
que ciertamente no se hizo aguardar mucho, cuando tres o cuatro alquerías incendiadas,
varias reses desaparecidas y los cadáveres de algunos caminantes despeñados
en los precipicios, pusieron en alarma a todo el territorio en diez leguas a
la redonda.
Ya no quedó duda alguna. Una banda de malhechores se albergaba en los subterráneos
del castillo.
Éstos, que sólo se presentaban al principio muy de tarde en tarde y en determinados
puntos del bosque que aun en el día se dilata a lo largo de la ribera, concluyeron
por ocupar casi todos los desfiladeros de las montañas, emboscarse en los caminos,
saquear los valles y descender como un torrente a la llanura, donde a éste quiero,
a éste no quiero, no dejaban títere con cabeza.
Los asesinatos se multiplicaban; las muchachas desaparecían, y los niños eran
arrancados de las cunas a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos
en diabólicos festines, en que, según la creencia general, los vasos sagrados
sustraídos de las profanadas iglesias servían de copas.
El terror llegó a apoderarse de los ánimos en un grado tal, que al toque de
oraciones nadie se aventuraba a salir de su casa, en la que no siempre se creían
seguros de los bandidos del peñón.
Mas ¿quiénes eran éstos? ¿De dónde habían venido? ¿Cuál era el nombre de su
misterioso jefe? He aquí el enigma que todos querían explicar y que nadie podía
resolver hasta entonces, aunque se observase desde luego que la armadura del
señor feudal había desaparecido del sitio que antes ocupara, y posteriormente
varios labradores hubiesen afirmado que el capitán de aquella desalmada gavilla
marchaba a su frente cubierto con una que, de no ser la misma, se le asemejaba
en un todo.
Cuanto queda repetido, si se le despoja de esa parte de fantasía con que el
miedo abulta y completa sus creaciones favoritas, nada tiene en sí de sobrenatural
y extraño.
¿Qué cosa más corriente en unos bandidos que las ferocidades con que éstos se
distinguían, ni más natural que el apoderarse su jefe de las abandonadas armas
del señor del Segre?
Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces,
prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando
el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión
fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis
locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la
cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar.
Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió
sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una situación
idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir de disipación,
libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Éstos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados
y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente
del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera
disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
Con este objeto señalamos esta comarca para teatro de nuestras expediciones
futuras, y escogimos como punto el más a propósito para nuestras reuniones el
abandonado castillo del Segre, lugar seguro no tanto por su posición fuerte
y ventajosa, como por hallarse defendido contra el vulgo por las supersticiones
y el miedo.
Congregados una noche bajo sus ruinosas arcadas, alrededor de una hoguera que
iluminaba con su rojizo resplandor las desiertas galerías, trabose una acalorada
disputa sobre cual de nosotros había de ser elegido jefe.
Cada uno alegó sus méritos; yo expuse mis derechos: ya los unos murmuraban entre
sí con ojeadas amenazadoras; ya los otros, con voces descompuestas por la embriaguez,
habían puesto la mano sobre el pomo de sus puñales para dirimir la cuestión,
cuando de repente oímos un extraño crujir de armas, acompañado de pisadas huecas
y sonantes, que de cada vez se hacían más distintas. Todos arrojamos a nuestro
alrededor una inquieta mirada de desconfianza: nos pusimos de pie y desnudamos
nuestros aceros, determinados a vender caras las vidas; pero no pudimos por
menos de permanecer inmóviles al ver adelantarse con paso firme e igual un hombre
de elevada estatura completamente armado de la cabeza al pie y cubierto el rostro
con la visera del casco, el cual, desnudando su montante, que dos hombres podrían
apenas manejar, y poniéndole sobre uno de los carcomidos fragmentos de las rotas
arcadas, exclamó con voz hueca y profunda, semejante al rumor de una caída de
aguas subterráneas:
-Si alguno de vosotros se atreve a ser el primero mientras yo habite en el castillo
del Segre, que tome esa espada, signo del poder.
Todos guardamos silencio, hasta
que, transcurrido el primer momento de estupor, le proclamamos a grandes voces
nuestro capitán, ofreciéndole una copa de nuestro vino, la cual rehusó por señas,
acaso por no descubrir la faz, que en vano procuramos distinguir a través de
las rejillas de hierro que la ocultaban a nuestros ojos.
No obstante, aquella noche pronunciamos el más formidable de los juramentos,
y a la siguiente dieron principio nuestras nocturnas correrías. En ella nuestro
misterioso jefe marchaba siempre delante de todos. Ni el fuego le ataja, ni
los peligros le intimidan, ni las lágrimas le conmueven. Nunca despliega sus
labios; pero cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos
se derrumban calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen espantadas
entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen
a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos,
a las imprecaciones y a los lamentos.
Jamás se desnuda de sus armas ni abate la visera de su casco después de la victoria,
ni participa del festín, ni se entrega al sueño. Las espadas que le hieren se
hunden entre las piezas de su armadura, y ni le causan la muerte, ni se retiran
teñidas en sangre; el fuego enrojece su espaldar y su cota, y aún prosigue impávido
entre las llamas, buscando nuevas víctimas; desprecia el oro, aborrece la hermosura,
y no le inquieta la ambición.
Entre nosotros, unos le creen un extravagante; otros un noble arruinado, que
por un resto de pudor se tapa la cara; y no falta quien se encuentra convencido
de que es el mismo diablo en persona.
El autor de esas revelaciones murió con la sonrisa de la mofa en los labios
y sin arrepentirse de sus culpas; varios de sus iguales le siguieron en diversas
épocas al suplicio; pero el temible jefe a quien continuamente se unían nuevos
prosélitos, no cesaba en sus desastrosas empresas.
Los infelices habitantes de la comarca, cada vez más aburridos y desesperados,
no acertaban ya con la determinación que debería tomarse para concluir de un
todo con aquel orden de cosas, cada día más insoportable y triste.
Inmediato a la villa, y oculto en el fondo de un espeso bosque, vivía a esta
sazón, en una pequeña ermita dedicada a San Bartolomé, un santo hombre de costumbres
piadosas y ejemplares, a quien el pueblo tuvo siempre en olor de santidad, merced
a sus saludables consejos y acertadas predicciones.
Este venerable ermitaño, a cuya prudencia y proverbial sabiduría encomendaron
los vecinos de Bellver la resolución de este difícil problema, después de implorar
la misericordia divina por medio de su santo Patrono, que, como ustedes no ignoran,
conoce al diablo muy de cerca y en más de una ocasión le ha atado bien corto,
les aconsejó que se emboscasen durante la noche al pie del pedregoso camino
que sube serpenteando por la roca; en cuya cima se encontraba el castillo, encargándoles
al mismo tiempo que, ya allí, no hiciesen uso de otras armas para aprehenderlo
que de una maravillosa oración que les hizo aprender de memoria, y con la cual
aseguraban las crónicas que San Bartolomé había hecho al diablo su prisionero.
Púsose en planta el proyecto, y su resultado excedio a cuantas esperanzas se
habían concebido; pues aún no iluminaba el sol del otro día la alta torre de
Bellver, cuando sus habitantes, reunidos en grupos en la plaza Mayor, se contaban
unos a otros, con aire de misterio, cómo aquella noche, fuertemente atado de
pies y manos y a lomos de una poderosa mula, había entrado en la población el
famoso capitán de los bandidos del Segre.
De qué arte se valieron los acometedores de esta empresa para llevarla a término,
ni nadie se lo acertaba a explicar, ni ellos mismos podían decirlo; pero el
hecho era que gracias a la oración del santo o al valor de sus devotos, la cosa
había sucedido tal como se refería.
Apenas la novedad comenzó a extenderse de boca en boca y de casa en casa, la
multitud se lanzó a las calles con ruidosa algazara y corrió a reunirse a las
puertas de la prisión. La campana de la parroquia llamó a concejo, y los vecinos
más respetables se juntaron en capítulo, y todos aguardaban ansiosos la hora
en que el reo había de comparecer ante sus improvisados jueces.
Éstos, que se encontraban autorizados por los condes de Urgel para administrarse
por sí mismos pronta y severa justicia sobre aquellos malhechores, deliberaron
un momento, pasado el cual, mandaron comparecer al delincuente a fin de notificarle
su sentencia.
Como dejo dicho, así en la plaza Mayor, como en las calles por donde el prisionero
debía atravesar para dirigirse al punto en que sus jueces se encontraban, la
impaciente multitud hervía como un apiñado enjambre de abejas. Especialmente
en la puerta de la cárcel, la conmoción popular tomaba cada vez mayores proporciones;
ya los animados diálogos, los sordos murmullos y los amenazadores gritos comenzaban
a poner en cuidado a sus guardas, cuando afortunadamente llegó la orden de sacar
al reo.
Al aparecer éste bajo el macizo arco de la portada de su prisión, completamente
vestido de todas armas y cubierto el rostro por la visera, un sordo y prolongado
murmullo de admiración y de sorpresa se elevó de entre las compactas masas del
pueblo, que se abrían con dificultad para dejarle paso.
Todos habían reconocido en aquella armadura la del señor del Segre: aquella
armadura, objeto de las más sombrías tradiciones mientras se la vio suspendida
de los arruinados muros de la fortaleza maldita.
Las armas eran aquéllas, no cabía duda alguna: todos habían visto flotar el
negro penacho de su cimera en los combates que en un tiempo trabaran contra
su señor; todos le habían visto agitarse al soplo de la brisa del crepúsculo,
a par de la hiedra del calcinado pilar en que quedaron colgadas a la muerte
de su dueño. Mas ¿quién podría ser el desconocido personaje que entonces las
llevaba? Pronto iba a saberse, al menos así se creía. Los sucesos dirán cómo
esta esperanza quedó frustada, a la manera de otras muchas, y por qué de este
solemne acto de justicia, del que debía aguardarse el completo esclarecimiento
de la verdad, resultaron nuevas y más inexplicables confusiones.
El
misterioso bandido penetró al fin en la sala del concejo, y un silencio profundo
sucedió a los rumores que se elevaran de entre los circunstantes, al oír resonar
bajo las altas bóvedas de aquel recinto el metático son de sus acicates de oro.
Uno de los que componían el tribunal, con voz lenta e insegura, le preguntó
su nombre, y todos prestaron el oído con ansiedad para no perder una sola palabra
de su respuesta; pero el guerrero se limitó a encoger sus hombros ligeramente,
con un aire de desprecio e insulto que no pudo menos de irritar a sus jueces,
los que se miraron entre sí sorprendidos.
Tres veces volvió a repetirle la pregunta, y otras tantas obtuvo semejante o
parecida contestación.
-¡Que se levante la visera! ¡Que se descubra! ¡Que se descubra! -comenzaron
a gritar los vecinos de la villa presentes al acto-. ¡Que se descubra! Veremos
si se atreve entonces a insultarnos con su desdén, como ahora lo hace protegido
por el incógnito!
-Descubríos -repitió el mismo que anteriormente le dirigiera la palabra.
El guerrero permaneció impasible.
-Os lo mando en el nombre de nuestra autoridad.
La misma contestación.
-En el de los condes soberanos.
Ni por esas.
La indignación llegó a su colmo, hasta el punto que uno de sus guardas, lanzándose
sobre el reo, cuya pertinacia en callar bastaría para apurar la paciencia a
un santo, le abrió violentamente la visera. Un grito general de sorpresa se
escapó del auditorio, que permaneció por un instante herido de un inconcebible
estupor.
La cosa no era para menos.
El casco, cuya férrea visera se veía en parte levantada hasta la frente, en
parte caída sobre la brillante gola de acero, estaba vacío... completamente
vacío.
Cuando pasado ya el primer momento de terror quisieron tocarle, la armadura
se estremeció ligeramente y, descomponiéndose en piezas, cayó al suelo con un
ruido sordo y extraño.
La mayor parte de los espectadores, a la vista del nuevo prodigio, abandonaron
tumultuosamente la habitación y salieron despavoridos a la plaza.
La nueva se divulgó con la rapidez del pensamiento entre la multitud, que aguardaba
impaciente el resultado del juicio; y fue tal alarma, la revuelta y la vocería,
que ya a nadie cupo duda sobre lo que de pública voz se aseguraba, esto es,
que el diablo, a la muerte del señor del Segre, había heredado los feudos de
Bellver.
Al fin se apaciguó el tumulto, y decidiose volver a un calabozo la maravillosa
armadura.
Ya en él, despacháronse cuatro emisarios, que en representación de la atribulada
villa hiciesen presente el caso al conde de Urgel y al arzobispo, los que no
tardaron muchos días en tornar con la resolución de estos personajes, resolución
que, como suele decirse, era breve y compendillosa.
-Cuélguese -les dijeron- la armadura en la plaza Mayor de la villa; que si el
diablo la ocupa, fuerza le será el abandonarla o ahorcarse con ella.
Encantados los habitantes de Bellver con tan ingeniosa solución, volvieron a
reunirse en concejo, mandaron levantar una altísima horca en la plaza, y cuando
ya la multitud ocupaba sus avenidas, se dirigieron a la cárcel por la armadura,
en corporación y con toda la solemnidad que la importancia del caso requería.
Cuando la respetable comitiva llegó al macizo arco que daba entrada al edificio,
un hombre pálido y descompuesto se arrojó al suelo en presencia de los aturdidos
circunstantes, exclamando con lágrimas en los ojos:
-¡Perdón, señores, perdón!
-¡Perdón! ¿Para quién? -dijeron algunos-; ¿para el diablo que habita dentro
de la armadura del señor del Segre?
-Para mí -prosiguió con voz trémula el infeliz, en quien todos reconocieron
al alcaide de las prisiones-, para mí... porque las armas... han desaparecido.
Al oír estas palabras, el asombro se pintó en el rostro de cuantos se encontraban
en el pórtico, que, mudos e inmóviles, hubieran permanecido en la posición en
que se encontraban Dios sabe hasta cuándo, si la siguiente relación del aterrado
guardián no les hubiera hecho agruparse en su alrededor para escuchar con avidez.
-Perdonadme, señores -decía el pobre alcaide-, y yo no os ocultaré nada, siquiera
sea en contra mía.
Todos guardaron silencio y él prosiguió así:
-Yo no acertaré nunca a dar razón; pero es el caso que la historia de las armas
vacías me pareció siempre una fábula tejida en favor de algún noble personaje,
a quien tal vez altas razones de conveniencia pública no permitía ni descubrir
ni castigar.
En esta creencia estuve siempre, creencia en que no podía menos de confirmarme
la inmovilidad en que se encontraban desde que por segunda vez tornaron a la
cárcel traídas del concejo. En vano una noche y otra, deseando sorprender su
misterio, si misterio en ellas había, me levantaba poco a poco y aplicaba el
oído a los intersticios de la cerrada puerta de su calabozo; ni un rumor se
percibía.
En vano procuré observarlas a través de un pequeño agujero producido en el muro;
arrojadas sobre un poco de paja y en uno de los más oscuros rincones, permanecían
un día y otro descompuestas e inmóviles.
Una noche, por último, aguijoneado
por la curiosidad y deseando convencerme por mí mismo de que aquel objeto de
terror nada tenía de misterioso, encendí una linterna, bajé a las prisiones,
levanté sus dobles aldabas, y, no cuidando siquiera -tanta era mi fe en que
todo no pasaba de un cuento- de cerrar las puertas tras mí, penetré en el calabozo.
Nunca lo hubiera hecho; apenas anduve algunos pasos; la luz de mi linterna se
apagó por sí sola, y mis dientes comenzaron a chocar y mis cabellos a erizarse.
Turbando el profundo silencio que me rodeaba, había oído como un ruido de hierros
que se removían y chocaban al unirse entre las sombras.
Mi primer movimiento fue arrojarme a la puerta para cerrar el paso, pero al
asir sus hojas, sentí sobre mis hombros una mano formidable cubierta con un
guantelete, que después de sacudirme con violencia me derribó bajo el dintel.
Allí permanecí hasta la mañana siguiente, que me encontraron mis servidores
falto de sentido, y recordando sólo que, después de mi caída, había creído percibir
confusamente como unas pisadas sonoras, al compás de las cuales resonaba un
rumor de espuelas, que poco a poco se fue alejando hasta perderse.
Cuando concluyó el alcaide, reinó un silencio profundo, al que siguió luego
un infernal concierto de lamentaciones, gritos y amenazas.
Trabajo costó a los más pacíficos el contener al pueblo que, furioso con la
novedad, pedía a grandes voces la muerte del curioso autor de su nueva desgracia.
Al cabo logrose apaciguar el tumulto, y comenzaron a disponerse a una nueva
persecución. Ésta obtuvo también un resultado satisfactorio.
Al cabo de algunos días, la armadura volvió a encontrarse en poder de sus perseguidores.
Conocida la fórmula, y mediante la ayuda de San Bartolomé, la cosa no era ya
muy difícil.
Pero aún quedaba algo por hacer; pues en vano, a fin de sujetarla, la colgaron
de una horca; en vano emplearon la más exquisita vigilancia con el objeto de
quitarle toda ocasión de escaparse por esos mundos. En cuanto las desunidas
armas veían dos dedos de luz, se encajaban, y pian pianito volvían a tomar el
trote y emprender de nuevo sus excursiones por montes y llanos, que era una
bendición del cielo.
Aquello era el cuento de nunca acabar.
En tan angustiosa situación, los vecinos se repartieron entre sí las piezas
de la armadura, que acaso por la centésima vez se encontraba en sus manos, y
rogaron al piadoso eremita, que un día los iluminó con sus consejos, decidiera
lo que debía hacerse de ella.
El santo varón ordenó al pueblo una penitencia general. Se encerró por tres
días en el fondo de la caverna que le servía de asilo, y al cabo de ellos dispuso
que se fundiesen las diabólicas armas, y con ellas y algunos sillares del castillo
del Segre, se levantase una cruz.
La operación se llevó a término, aunque no sin que nuevos y aterradores prodigios
llenasen de pavor el ánimo de los consternados habitantes de Bellver.
En tanto que las piezas arrojadas a las llamas comenzaban a enrojecerse, largos
y profundos gemidos parecían escaparse de la ancha hoguera, de entre cuyos troncos
saltaban como si estuvieran vivas y sintiesen la acción del fuego. Una tromba
de chispas rojas, verdes y azules danzaba en la cúspide de sus encendidas lenguas,
y se retorcían crujiendo como si una legión de diablos, cabalgando sobre ellas,
pugnase por libertar a su señor de aquel tormento.
Extraña, horrible fue la operación en tanto que la candente armadura perdía
su forma para tomar la de una cruz.
Los martillos caían resonando con un espantoso estruendo sobre el yunque, al
que veinte trabajadores vigorosos sujetaban las barras del hirviente metal,
que palpitaba y gemía al sentir los golpes.
Ya se extendían los brazos del signo de nuestra redención, ya comenzaba a formarse
la cabecera, cuando la diabólica y encendida masa se retorcía de nuevo como
en una convulsión espantosa, y rodeándose al cuerpo de los desgraciados que
pugnaban por desasirse de sus brazos de muerte, se enroscaba en anillas como
una culebra o se contraía en zigzag como un relámpago.
El constante trabajo, la fe, las oraciones y el agua bendita consiguieron, por
último, vencer al espíritu infernal, y la armadura se convirtió en cruz.
Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo
que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de Mayo
ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos
se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que
los muchachos no la apedreen.
Dios ha cerrado sus oídos a cuantas plegarias se le dirijan en su presencia.
En el invierno los lobos se reúnen en manadas junto al enebro que la protege,
para lanzarse sobre las reses; los bandidos esperan a su sombra a los caminantes,
que entierran a su pie después que los asesinan; y cuando la tempestad se desata,
los rayos tuercen su camino para liarse, silbando, al asta de esa cruz y romper
los sillares de su pedestal.