Tomábamos el té en casa de una señora
amiga mía, y se hablaba de esos dramas sociales que se desarrollan ignorados
del mundo, y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho un
papel en algunas de sus escenas.
Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia,
blanca y esbelta, que a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo,
que gruñía medio oculto entre los anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado,
sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.
Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.
De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba
la niña rubia, y acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de
oro, hablaba con ella un joven, en cuya afectada pronunciación se notaba un
leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran tan españoles
como los del Cid o Bernardo del Carpio.
Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que
parecía seriamente preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza
de té, completaba el grupo de las personas más próximas a la chimenea, al calor
de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia parece un cuento,
pero no lo es: de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho, algunas veces
en mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el
que haya de comprenderla todavía sobrarán algunas.
I
Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres
en cuya alma rebosan el sentimiento que no han gastado nunca, y el cariño que
no pueden depositar en nadie.
Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles
de su niñez; sólo puedo decir que, cuando le hablaban de ella, se oscurecía
su frente y exclamaba con un suspiro: -¡Ya pasó aquello!
Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta
la explicación de la suya? Repito que no lo sé; pero sospecho que no.
Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle,
la verdad es que el mundo para los pobres, y para cierta clase de pobres sobre
todo, no es un paraíso ni mucho menos. Andrés era, como suele decirse, de los
que se levantan la mayor parte de los días con veinticuatro horas más; juzguen,
pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda idealismo, toda amor,
ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan nuestro cotidiano.
No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con
los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:
-¡Si yo tuviese alguien a quien querer con toda mi alma! ¡Una mujer, un caballo,
un perro siquiera!
Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que
satisfacer su hambre de amor. Ésta se exasperó hasta el punto de que en sus
crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde habitaba, a los mezquinos
muebles que le servían hasta a la patrona, que era su genio del mal.
No hay que extrañarlo; Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue
tal el hambre, que las madres se comieron a sus hijos.
Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel
día, cuando se retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una
especie de lamentos, como lloros de una criatura recién nacida. No bien hubo
dado algunos pasos más después de oír aquellos gemidos, cuando exclamó deteniéndose:
-Diantre, ¿qué es esto?
Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y
a quejarse. Era uno de esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.
-La Providencia lo ha puesto en mi camino -dijo para sí Andrés, recogiéndole
y abrigándole con el faldón de su levita; y se lo llevó a su cuchitril.
-¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo.- No nos
faltaba más que ese nuevo embeleco en casa; ahora mismo lo deja usted donde
lo encontró, o mañana busca donde acomodarse con él.
Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió
de otras doscientas por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos, y otros
mil que es imposible detallar, los compensaban con usura la inteligencia y el
cariño del perro; con el cual se distraía como con una persona en sus eternas
horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y juntos daban
la vuelta a la Ronda, o se marchaban a lo largo del camino de los Carabancheles.
Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban
los perros, estaban vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces
con toda la efusión de su alma y como correspondiendo a las caricias del suyo:
-¡Animalito! no le falta más que
hablar.
II
Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición,
y viéndose con algún dinero, dijo:
-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho; los hombres
como yo, antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerle, y hacer un paraíso
de Madrid cuesta un ojo de la cara... Si pudiera comprar un caballo. ¡Un caballo!
No hay animal más noble ni más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro, cómo
se divertirían el uno con el otro y yo con los dos!
Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función dirigiose maquinalmente
al corral, donde esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.
No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos.
Yo de mí puedo asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista
de esta historia, he tenido algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha
sido la lástima que me ha dado de ellos.
Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse
en aquel sitio. Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin
sucia y descompuesta, aguardaban inmóviles su turno, como si presintiesen la
desastrosa muerte que había de poner término, dentro de breves horas, a la miserable
vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el pesebre y
comían, o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes resoplidos, pugnaban
por desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos
animales habían sido jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían
acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces cariñosas los habrían alentado en su
carrera, y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá, y por último,
la muerte, la muerte con una agonía horrible, acompañada de chanzonetas y silbidos!
-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de
su confusa inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y
expiran con una contracción espantosa? En verdad que la ingratitud del hombre
es algunas veces inconcebible.
De estas reflexiones vino a sacarle la aguardentosa voz de uno de los picadores,
que juraba y maldecía mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando
con el cuento de la garrocha en la pared. El caballo no parecía del todo despreciable;
por lo visto, debía de ser loco o tener alguna enfermedad de muerte.
Andrés pensó en adquirirlo. Costar, no debería de costar mucho; pero ¿y mantenerlo?
El picador le hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir; nuestro joven
vaciló un instante y le detuvo. Cómo lo hizo no lo sé; pero en menos de un cuarto
de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó al asentista, ajustó el
caballo y se quedó con él.
Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.
Llevose el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.
-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.
-Poco de comer -le aconsejó un mariscal.
El caballo seguía en sus trece. -¡Bah! -exclamó al fin su dueño-: démosle de
comer lo que quiera, y dejémosle hacer lo que le dé la gana. El caballo no era
viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos
y que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste: -Así no me lo pedirán
prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a las
que tenemos. Y llegaron a acostumbrarse de tal modo, que Andrés sabía cuando
el caballo tenía ganas de hacer una cosa y cuando no, y a éste le bastaba una
voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al escape, rápido como un huracán.
Del perro no digamos nada: llegó a familiarizarse de tal modo con su nuevo camarada,
que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se perdía
al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles, y su perro
le acompañaba, saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar
para volver a seguirle. Andrés se creía el más feliz de los hombres.
III
Pasó algún tiempo; nuestro joven estaba rico o casi rico.
Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y
se recostó a su sombra.
Era un día de primavera, luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad
una atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del
aire como armonías lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas
de oro y flotan ante nuestros ojos átomos brillantes de no se qué, átomos que
semejan formas transparentes que nos siguen, nos rodean y nos embriagan a un
tiempo de tristeza y de felicidad.
-Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de sentarse, mientras
acariciaba a su perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado
de yerbas-, mucho; pero todavía hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado
nunca; todavía me queda por emplear un cariño más grande, más santo, más puro.
Decididamente necesito una mujer.
En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.
Andrés no tenía sed, y sin embargo,
le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela, y
lo hizo con tanta amabilidad, que nuestro joven comprendió perfectamente uno
de los más patriarcales episodios de la Biblia.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó así que hubo bebido.
-Plácida.
-¿Y en qué te ocupas?
-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones
políticas. Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde
lo pasamos bien mal, con una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre
está enferma y yo tengo que hacerlo todo.
-¿Y cómo no te has casado?
-No sé; en el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada,
muy señorita.
La muchacha se alejó después de despedirse.
Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio; cuando la perdió
de vista, dijo con la satisfacción del que resuelve un problema:
-Esa mujer me conviene.
Montó en su caballo, y seguido de su perro se dirigió a la aldea. Pronto hizo
conocimiento con la madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija.
Cuando al cabo de algunos meses ésta se quedó huérfana, se casó enamorado de
su mujer, que es una de las mayores felicidades de este mundo.
Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos
de su país, fue obra de algunos días.
Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo, tuvo que restregarse
los ojos: creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre
Andrés.
IV
Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una
noche creyó observar que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a
un hombre moldeando el ojo de la cerradura de una puerta del jardín.
-Ladrones tenemos -dijo. Y determinó avisar al pueblo más cercano, donde había
una pareja de guardias civiles.
-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.
-Al pueblo.
-¿A qué?
-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.
Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:
-Me marcho a pie, porque el camino es corto. ¡Adiós!, hasta la tarde.
Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta, entró un momento en la cuadra,
vio a su caballo, y acariciándolo le dijo:
-¡Adiós, pobrecito, adiós!: hoy descansarás, que ayer te di un mate como para
ti solo.
El caballo, que acostumbraba a salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente
al sentirle alejarse.
Cuando Andrés se disponía a abandonar la quinta, su perro comenzó a hacerle
fiestas.
-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole como si lo entendiese-: cuando vas
al pueblo, ladras a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del
año te van a dar tal golpe, que no te quedan ánimos de volver por otro... No
abrirle hasta que yo me marche -prosiguió dirigiéndose a un criado, y cerró
la puerta para que no le siguiese.
Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba los largos aullidos
del perro.
Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde charlando
de diversas cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones,
extrañó bastante que no saliese el perro a recibirle, el perro que otras veces,
como si lo supiera, salía hasta la mitad del camino... Silba..., ¡nada! Entra
en la posesión; ¡ni un criado! -¡Qué diantres será esto! -exclama con inquietud,
y se dirige al caserío.
Llega a él, entra en el patio; lo primero que se ofrece a su vista es el perro
tendido en un charco de sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de
ropa diseminados por el suelo, algunas hilachas pendientes aún de sus fauces,
cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha defendido y que al defenderse
recibió las heridas que lo cubren.
Andrés lo llama por su nombre; el perro moribundo entreabre los ojos, hace un
inútil esfuerzo para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que
lo acaricia y muere.
-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y ahogada
por la emoción, al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba
a él.
Sale de allí como un loco: llama a su mujer, nadie responde; a sus criados,
tampoco; recorre toda la casa fuera de sí..., sola, abandonada. Sale de nuevo
al camino, ve las señales del casco de su caballo, del suyo, no le cabe duda,
porque él conoce o cree conocer hasta las huellas de su animal favorito.
-Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-; los ladrones
se han aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio, y se llevan a mi mujer
para exigirme por su rescate una gran suma de dinero. ¡Dinero!, mi sangre, la
salvación daría por ella. ¡Pobre perro mío! -exclama volviéndolo a mirar, y
parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección de las pisadas.
Y
corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora,
dos, tres.
-¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo- a un hombre a caballo con una mujer
a la grupa?
-Sí -le respondían.
-¿Por dónde van?
-Por allí.
Y Andrés tomaba nuevas fuerzas, y seguía corriendo.
La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta siempre encontraba la misma respuesta;
y corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea, y junto a la entrada, al
pie de una cruz que señalaba el punto en que se dividía en dos el camino, vio
un grupo de gente, gañanes, viejos, muchachos, que contemplaban con curiosidad
una cosa que él no podía distinguir.
Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:
-Sí; hemos visto a esa pareja; mirad, por más señas, el caballo que la conducía,
que cayó aquí reventado de correr.
Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban, y ve en efecto su caballo,
su querido caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para
aprevecharse de la piel. No pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose
enseguida, volvió a asaltarle la idea de su esposa.
-Y decidme -exclamó precipitadamente-, ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella
mujer desgraciada?
-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro -; como que yo les he vendido
otra caballería para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que al parecer
les importa.
-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada; ese hombre es un bandido que,
sin hacer caso de sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no se adónde.
Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose, de compasión.
-¡Quiá, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con sorna su
interlocutor-. ¡Robada! Pues ella era la que decía con más ahínco: «Pronto,
pronto, huyamos de estos lugares; no me veré tranquila hasta que los pierda
de vista para siempre».
Andrés lo comprendió todo; una nube de sangre pasó por delante de sus ojos,
de los que no brotó ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.
Estaba loco; a los pocos días, muerto.
Le hicieron la autopsia; no le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera
hacerse la disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!
-¿Y efectivamente murió de eso? -exclamó el joven, que proseguía jugando con
los dijes de su reloj, al concluir mi historia.
Yo le miré como diciendo: ¿Le parece a usted poco? Él prosiguió con cierto aire
de profundidad: -¡Es raro! Yo sé lo qué es sufrir; cuando en las últimas carreras,
tropezó mi Herminia, mató al jochey y se quebró una pierna; la
desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero, francamente,
no tanto..., no tanto.
Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa
y ligeramente velada, la voz de la niña de los ojos azules.
-¡Efectivamente es raro! Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo dándole un
beso en el hocico al enteco y legañoso faldero, que gruñó sordamente-: pero
si se muriese o me lo mataran, no creo que me volvería loca ni cosa que lo valga.
Mi asombro rayaba en estupor; aquellas gentes no me habían comprendido o no
querían comprenderme.
Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser
algo más razonable.
-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.
-Le diré a usted -me respondió-: yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio
todavía, me parece; tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico, que
por su publicidad exigía una reparación por mi parte, sobrevino un duelo, tuve
la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente, decidor y chistoso
si los hay, con quien suelo tomar café algunas noches en la Iberia. Desde entonces
dejé de hacer vida común con mi esposa, y me dediqué a viajar... Cuando estoy
en Madrid, vivo con ella, pero como dos amigos; y todo esto sin violentarme,
sin grandes emociones, sin sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero
bosquejo de mi carácter y de mi vida. ¡qué le he de decir a usted de esas explosiones
fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece raro, muy raro!
Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía
el amor repasaban juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos,
él mismo servía con una fruición deliciosa la tercera taza de té.
Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho «¡es raro!» exclamé
yo para mí mismo..., «¡es natural!»